A simple vista, la pequeña extensión de tierra de apenas 17 hectáreas, ubicada a solo 3 kilómetros de Dakar -la capital de Senegal- es un conjunto de antiguas casonas coloniales pintadas con colores brillantes y agrupadas en calles estrechas. Al llegar desde el mar a la isla de Gorea (Gorée, como se conoce en francés) sobresale un fuerte con una batería de cañones y un puerto diminuto que ampara humildes barcazas de pescadores y otras embarcaciones medianas.

Este lugar apacible y silencioso fue descubierto por los portugueses en 1444 y en poco tiempo se transformó en un importante puerto y escala de la ruta de las Indias. Sin embargo, este islote llamativo disimula sobre su breve territorio una historia tan tenebrosa como pesada. Nada de lo que sobresale en su bella geografía puede anticipar ese pasado siniestro. Este recóndito paraje, perdido en la inmensidad del océano, está invariablemente asociado con la tragedia y la muerte.

Gorea tiene elementos distintivos respecto a los destinos turísticos tradicionales. Y esto lo diferencia de todos los lugares sobre los que se han escrito en este espacio editorial. La vivacidad de sus tonalidades chillonas, la cortesía de sus vendedores ambulantes, la energía de su mercado de artesanías, la alegría que transmiten sus escasos habitantes y el semblante bohemio de su corta extensión contrastan vigorosamente con su pasado infame.

Es importante explicar que no viajé de paseo a Senegal. Tampoco motivado por lo que se conoce como el turismo oscuro, de morbo o de duelo, esta polémica tendencia que implica viajar a zonas que han sufrido desastres, violencia, o muerte. Fui a participar de un taller sobre resiliencia con un grupo de organizaciones de defensa de periodistas de distintas partes del mundo, incluyendo algunos de los países donde los reporteros son asesinados con frecuencia y total impunidad o abiertamente censurados como Honduras, Uganda, México, Pakistán, Nigeria y Sri Lanka.

Esta introducción demanda conocer algunos detalles sobre la historia de Gorea. Se trata de uno de los de los primeros asentamientos europeos en África occidental y un importante puerto para el tráfico de esclavos entre los siglos XVI y XIX. Tras el descubrimiento de Portugal, en el año 1536 se erigió la primera Casa de los Esclavos, vendida luego en 1627 a los holandeses. Ellos fueron los encargados de construir dos fuertes para defender el negocio ya lucrativo de la trata de esclavos. Años después, en 1677, los franceses se apoderaron de Gorea, aunque hubo arduas disputas con los ingleses durante varios años. Francia prohibió la sucia institución de la esclavitud en 1848 aunque el tráfico de seres humanos siguió siendo un negocio especulativo hasta finales del siglo, estimulado por terratenientes de Estados Unidos, Brasil o Cuba.

Si bien no se sabe con precisión y algunos historiadores han cuestionado no solo los números sino el verdadero rol que ha jugado Gorea en el comercio de esclavos, las autoridades de Senegal estiman que la escalofriante cifra cercana a veinte millones de personas (¡si 20!), entre hombres, mujeres y niños, llegaron a pasar por la isla para ser vendidos y abastecer a mercados en Estados Unidos, América Central y Brasil. Antes de ese trayecto infrahumano por el Atlántico, que cruzaban encadenados, millones de personas habían vivido meses hacinados y habían sido víctimas de tratos crueles y vejámenes de todo tipo.

Declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1978, Gorea resguarda la Casa de Esclavos que ha sido convertida en un museo y es un lugar de peregrinación para muchos descendientes de afroamericanos que viajan desde América y Europa y se conmueven al contemplar la aciaga “puerta sin retorno” -desde allí eran embarcados los esclavos con salida al mar-, sobre cuya parte superior puede leerse: “De esta puerta, ellos iban a un viaje sin retorno, los ojos fijos sobre el infinito del sufrimiento”.

La recorrida se hace dificultosa porque estar ahí dentro implica, casi de inmediato, imaginar las aterradoras historias vividas por millones de seres humanos. Imposible no sumergirse, aunque sea por instantes, en esas vidas marcadas por tanto padecimiento injusto, indigno y humillante. En el primer piso, donde habitaban los oficiales, se exhiben como muestras del oprobio al que fueron sometidas tantas vidas, los aparejos que usaban esos guardias para mantener a las personas apresadas y denigradas. Imposible no estremecerse con el pensamiento.

En el museo se reavivan narraciones del infierno. Las personas que allí llegaban para ser luego comercializadas como esclavos eran encerradas en habitaciones de poco más de dos metros cuadrados. Vivían amontonados, hasta de a veinte por habitación. De manera previa, se separaba a hombres, mujeres y niños. Las mujeres valían más dinero que los hombres. Los individuos que pesaban cerca de 60 kilos estaban preparados para la venta y el embarque. En cambio, quienes llegaban extenuados y con rastros evidentes de malnutrición, eran sometidos, como ganado, a una dieta de engorde. Cadenas, grilletes y pesadas esferas de hierro imposibilitaban cualquier ensayo de huida. Sucumbían de a cientos: algunos por enfermedad, otros por brutales golpes y muchos fenecían víctimas del el terror y la ansiedad.

El simbolismo histórico de este lugar está representado por las visitas que efectuaron a Gorea personalidades políticas y religiosas del más alto rango internacional. En 1991, informes de prensa dieron cuenta de los ojos humedecidos por las lágrimas de un Nelson Mandela sacudido tras abandonar el museo.

“Es un testimonio de lo que puede ocurrir cuando no vigilamos la defensa de los derechos humanos”, afirmó un emocionado Barack Obama en 2013 cuando visitó la isla acompañado por su esposa Michelle y sus dos hijas. Obama, de origen mestizo y padre keniano, describió la visita como “un momento muy fuerte”. Además de Mandela y Obama otros personajes ilustres han visitado la isla, incluyendo el Papa Juan Pablo II, Bill Clinton, François Hollande y la Reina Sofía.

Abandonando por un momento la retrospectiva de esta historia sombría y singular, esta isla por la cual no circulan vehículos de ningún tipo, presenta un paisaje tranquilo, plagado de buganvillas y hermosos rincones coloniales. Pero además tiene una pintoresca iglesia, una mezquita y hasta una diminuta pero bonita playa de arenas claras en la que atractivas barcas pesqueras pintadas de colores gritones descansan con la proa mirando al mar.

Llegando en el ferry desde Dakar, en apenas 20 minutos de trayecto, resalta con nitidez la fachada del fuerte Saint Michel que fue construido por los holandeses en el siglo XVII luego de haberle comprado la isla a los portugueses. Los franceses empotraron encima cañones de gran tamaño poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Desde allí, la vista sobre Dakar y el océano, son imponentes.

Las voces de los niños jugueteando y el regateo de los vendedores ambulantes en el mercado de artesanías son de los pocos sonidos que se escuchan en las calles. Para refrescarse del calor, los visitantes aprovechan la sombra de los baobabs, árboles de la familia de las bombáceas que tienen troncos de hasta 10 metros de circunferencia y una altura de 9 metros. Aunque la mayoría de los turistas van y regresan a Dakar en el día, el servicio de ferry termina a las 11 de la noche durante la semana y pasada la medianoche los fines de semana, otros deciden alojarse en las antiguas casonas coloniales que han mutado en cómodos alojamientos que van desde los 80 hasta los 150 dólares por habitación doble.

Otros sitios que pueden seducir a los visitantes son la bonita Iglesia San Carlos Borromeo, que fue edificada en 1830, y la mezquita, considerada una de las más añejas del país. Otra manera de disfrutar la isla es degustando sus platos típicos en la zona cercana al embarcadero que tiene una serie de opciones donde sirven los mejores y más frescos productos del mar.

No existe duda de que Gorea es una geografía de contrastes marcados: envuelto en una historia trágica es un destino con encanto singular, lugar de culto para los amantes del turismo oscuro, y un verdadero oasis para los habitantes de Dakar.

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